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LA REVOLUCIÓN MEXICANA: 100 AÑOS DE INTERPRETACIÓN

La Trinchera - Orozco

A pesar del trastorno político que supone una revolución, desde aquella sucesión de acontecimientos que van de la toma del poder que conduce a una reestructuración capital del gobierno y de la sociedad hasta la sustitución de una élite anterior por otra nueva, la resonancia del acontecimiento puede hacerse comprensible a través de “tipos ideales” que intentan abarcar la significación del proceso histórico concreto.[1] Uno de los esquemas más útiles fue desarrollado por Chalmers Johnson en “Revolution and the social system” (1964) donde el proceso revolucionario, en grados de contingencia creciente, puede circunscribirse a seis categorías concretas:

 a)  Jacquerie.- se trata de un levantamiento espontáneo de masas de campesinos que de ordinario se mueven en pro de las autoridades tradicionales, Iglesia y monarquía comúnmente, su meta más inmediata consiste en purgar a la élite local o nacional.

b) Rebelión milenarista.– aunque comparte rasgos con el tipo anterior su distinción radica en la constitución de “un sueño utópico” inspirado por una suerte de mesías viviente.

c) Rebelión anarquista.– se trata de un producto de la reacción nostálgica al cambio progresivo que consiste en idealizar románticamente el viejo orden.

d) Revolución comunista-jacobina.- se ha definido como un cambio fundamental “arrebatado de la organización política”, de la estructura social, del control de la propiedad económica y el mito predominante de un orden social, “inclinándose así a una ruptura radical con la continuidad del desarrollo”. Desde luego esta clase de revolución sólo puede acontecer en un Estado altamente centralizado; su blanco es el gobierno mientras que su botín es la sociedad. A la postre el proceso tiende a la creación de una nueva conciencia nacional bajo la estafeta de una autoridad militar apoyada por un orden burocrático construido sobre las ruinas de la decadente estructura de privilegios anteriores.

e) Golpe de Estado conspiratorio.- producto de la maquinación planeada de una diminuta camarilla, enardecida por una ideología oligárquica y relativamente sectaria. No obstante sólo puede apegarse al tipo revolucionario cuando el golpe es precedido por un movimiento masivo o bien un cambio social significativo.

f) Insurrección masiva militarizada.- se trata de una guerra revolucionaria masiva deliberadamente planeada a cargo de una élite dedicada. La guerra de guerrillas es su forma de operación básica mientras que el éxito de los rebeldes depende de apoyo popular vasto.[2]        

Ahora bien según las categorías precedentes, ¿qué tipo de revolución ocurrió en México a principios de siglo XX? En primera instancia llama la atención un hecho singular: las revoluciones son eventos explosivos e inevitables, causales e involutivos, ciertamente dirigidos pero nunca antes convocados con anticipación y mucho menos a través de la institucionalidad de una convocatoria: Francisco I. Madero, utilizando como directriz la coyuntura del Plan de San Luis, no sólo llamó, sino que prácticamente decretó la revolución en 1910 convirtiéndose –a partir del primer exilio de Bernardo Reyes– en la cabeza de una insurrección masiva y organizada impulsada por el fervor creciente de “guardias de ciudadanos” que clamaban por la renovación del régimen.[3] No obstante una auténtica revolución sólo ocurre “cuando una condición de disfunción múltiple se encara a una élite intransigente”,[4] y cabe aclarar que esto no aconteció sino hasta el golpe de Estado conspiratorio que desató el Pacto de la Embajada en febrero de 1913 –figura I–.

Revolución Mexicana

* Behemoth, nombre originario de un demonio que representa la tierra y el caos, fue el título que recibió una publicación póstuma de Thomas Hobbes en 1681 sobre la guerra civil inglesa.

En consecuencia los acontecimientos ocurridos entre la entrevista Díaz-Creelman en 1908 y la promulgación de la Ley Electoral de 1911 se desarrollaron bajo la trama de una revuelta que, paulatinamente, fue tomando el tinte de lo que un revisionista como Ramón Eduardo Ruiz llamó “una gran rebelión”[5] que comenzó con el hostigamiento de Emiliano Zapata en 1911 y que siguió su curso hasta las decena trágica de 1913, siendo Venustiano Carranza quien desde la doctrina del Plan de Guadalupe, en perfecta tónica con el siglo XIX mexicano:

«Presentó una situación de ruptura del pacto federal en el sentido de que los poderes federales fueron considerados ilegítimos e inconstitucionales por parte de los poderes de los estados soberanos de la unión mexicana. La historia nos permite rescatar el espesor del federalismo mexicano al constatar la fuerza del movimiento constitucional por el cual, roto el pacto federal, la soberanía revertía a los estados».[6]

Marcando el leitmotiv de una república escindida en una guerra de resistencias periféricas, largamente extendida y desgastante en virtud de la sistemática emergencia de distensiones bipolares: grupos antirreeleccionistas contra científicos, renovadores contra disidentes, constitucionalistas desafiando a restauradores y hasta convencionistas contra constitucionalistas –figura I–. En suma una serie de tensiones infinitas y alternantes que convirtieron la pacificación nacional en un proyecto que, todavía para 1920, era poco redituable.

No hay duda de que nuestra revolución –según los tipos ideales de Chalmers Johnson– se suscribió a las formalidades de “una insurrección masiva y organizada” que antecedió –y prosiguió– a “un golpe de Estado conspiratorio”; no obstante este debate no responde todavía a la pregunta sobre los orígenes del último proceso “heredero del modelo de la revolución francesa”.[7] Desde la perspectiva de James C. Davis en “Toward a theory of revolution” (1962):

«El ímpetu fundamental hacia una contingencia de tipo revolucionaria de ordinario se genera por el crecimiento económico rápido seguido inmediatamente por una fase de ocaso (…) es decir, las expectativas de ascenso constante, recién creadas por el periodo de crecimiento, se alejan cada vez más de la satisfacción real de las necesidades. Por lo tanto la revolución venturosa no es obra de los desposeídos, ni de los hartos, sino de aquellos cuya situación real no mejora a la celeridad de lo que esperan».[8]

No es una casualidad, esta vez siguiendo un artículo firmado por James C. Davis titulado “The anatomy of revolution” (1965), que la primera fase de operación de estas revoluciones esté dominada por “elementos burgueses moderados” –el proceso mexicano no fue la excepción a la regla– predestinados a ser reemplazados por grupos radicales seguidos por una reacción poderosa que, una vez derrotada, abre paso a una autoridad central vigorosa que bajo cierto régimen militar intenta administrar y consolidar las ventajas comparativas de la revolución.[9]

Claramente el debate sobre la tipología y los orígenes queda atravesado por la multiplicidad de “corrientes interpretativas” sobre el sistema y la política mexicana en el siglo XX. Inaugurando la visión clásica actores ilustrados que participaron directamente en el proceso, haciendo uso de una rara mezcla entre el anecdotario y el posicionamiento político, empuñaron la pluma para dar cuenta de los acontecimientos al calor de la construcción de un régimen en formación: Manuel Calero, diputado federal y subsecretario durante el régimen de don Porfirio, ministro durante el gobierno de transición y secretario de Relaciones Exteriores de Francisco I. Madero hizo lo propio en “Un decenio de política mexicana” (1920); Manuel Bonilla Gaxiola, quien primero se unió a Madero y luego a Venustiano Carranza hizo claro su proselitismo contra Álvaro Obregón en “Diez años de guerra: sinopsis de la historia verdadera de la revolución mexicana” (1922); sin olvidarnos de Jorge Vera Estañol, último secretario de Instrucción Pública del general Díaz y titular de ese mismo despacho con Victoriano Huerta, en su obra “La revolución mexicana: orígenes y resultados” (1957) dio puntual cuenta del legado perdido de la restauración.[10]

Desde luego la interpretación clásica no sólo se suscribió a los protagonistas de la arenga trágica; Frank Tannenbaum tiene el mérito indiscutible en “The mexican agrarian revolution” (1929) de haber inaugurado formalmente la prolífica producción académica sobre la historia de la revolución mexicana, entendida como un proceso unitario –idea que suscribo con reservas– enmarcado a partir de un levantamiento popular y agrarista homogéneo capaz de marcar la pauta de la transformación del Estado, la sociedad y la clase política auspiciada por el régimen.[11] El estudio de Tannenbaum fue tan persuasivo en su época que medio siglo después se convirtió en el fundamento de la investigación de Charles C. Cumberland “Mexican revolution. The constitucionalist years” (1972):

«Nunca antes en la historia de la nación se había dado tal movilidad física. Los jóvenes que nunca habían ido más allá de los confines de sus municipios antes de 1913, y los trabajadores urbanos que nunca habían viajado fuera del Distrito Federal antes de 1915, descubrieron el campo y las ciudades de los estados norteños en 1916. Probablemente hubo unos doscientos cincuenta mil hombres que vieron vastas regiones de su tierra natal que nunca hubieran podido ver bajo las circunstancias que existían antes (…). Estas grandes migraciones temporales dieron a una generación de mexicanos un concepto más grande de su nación; ayudaron a destruir el concepto de patria chica y desarrollaron la idea de patria».[12]

En esa secuencia Hans Werner Tobler en “La revolución mexicana: transformación social y cambio político, 1876-1840” (1984) se dedicó minuciosamente a demostrar que por su estructura y desarrollo nuestra revolución, lejos de ser una simple rebelión, se encuentra a la altura de las experiencias revolucionarias sociales ocurridas en Rusia y China.[13] Alan Knight por su parte, en una obra de dos tomos titulada “The mexican revolution” (1986), se encargó de diferenciar “la revolución popular y agrarista” de aquella que emergió a partir de 1920 con características marcadamente “estatistas”, focalizando el proceso –un rasgo coincidente con algunos marxistas– donde el desarrollo del capitalismo encontraban un crecimiento sostenido; razón suficiente para afirmar que aquellos lugares “donde mandaba la plantocracia, la revolución no entraba”.[14] Incluso John Mason Hart, quien también pertenece a la tradición clásica, en su célebre “Revolucionary Mexico: the coming and process of the mexican revolution (1987) se concentró decididamente en demostrar que el nacionalismo fue una de las grandes fuerzas impulsoras del conflicto.[15]

A la par del famoso “paradigma clásico” nuevas perspectivas emergieron ampliando el debate e intercambiando selectivamente algunos argumentos; así fue como desde los años 70 del siglo pasado interpretaciones autoritarias, pluralistas, marxistas y hasta revisionistas paulatinamente completaron el espectro historiográfico. En un extraordinario artículo titulado “Escuelas de interpretación del sistema político mexicano” (1993), Juan Molinar Horcasitas puntualizó:

«Dice Lawrence Koslow que son tres los paradigmas dominantes en el análisis de la política mexicana: el autoritario, sostenido por Frank Brandenburg, Kenneth Jhonson, Octavio Paz y en algunos escritos de Susan Kaufmann Purcell, entre otros; el del autoritarismo limitado, impulsado por James D. Cockcroft, Richard Fagen y parte de la obra de Susan Kaufman y Robert Scott y el paradigma no autoritario unipartidista, en donde se incluye el trabajo principal de Robert Scott sobre México y las investigaciones de Martin Needler, Vincent Padgett y William Tucker».[16]

De ese abanico de opciones enfocadas en el principio de la autoridad destaca la tesis doctoral de Susan Kaufman “Decision-making in an autoritarian regime: the case of Mexico” (1970) y su idea sui generis de “una élite unida por consenso programático” a través del cual se construyó la estabilidad política durante los años treinta “entre representantes de las clases bajas y las clases medias revolucionarias”, hecho que en su opinión exhibe que el sistema político mexicano “no se sostiene en instituciones, sino en la rígida disciplina de las élites” que rara vez se atrevieron a sobrepasar el límite de la negociación.[17]

Desde luego cada página a continuación refuta la idea central de Kaufman; no obstante mi investigación tiene un par de deudas indirectas con la interpretación autoritaria: ambas se encuentra en la obra de Roger Hansen “La política del desarrollo mexicano” (1971) que, entre otros pormenores, afirma la existencia de “una política indígena y una política mestiza”, dejando en claro que sus interacciones determinan la dinámica histórica de México y que cuando “en 1910 ambas sociedades estallaron, lanzaron al país a una vorágine sin cabeza hasta que el fracaso de la rebelión Delahuertista puso fin al caos”.[18] Evidentemente Hansen se inspiró en la obra clásica de John Womack “Zapata y la revolución mexicana” (1969) donde se explicó el ocaso de don Porfirio, de una dictadura soberana de más tres décadas de persistencia, bajo esos mismos esquemas:

«Díaz gobernaba dos repúblicas, su propio México oficial de caballeros de levita y una raída y descontenta república de parias. Cuando se abría una disputa entre Díaz y esa otra república desarrapada, los viejos jefes arrinconados desde la década de 1870 eran los únicos que podían mediar».[19]

No sólo suscribo –al igual que Hansen– la opinión de Womack; convertí esta misma temática, por su amplitud explicativa y el conocimiento profundo sobre la política del siglo XIX mexicano, en el arranque formal de mi primer capítulo. La otra deuda con la interpretación autoritaria también nos remite a un texto anterior, “The political order in changing societies” (1968) de Samuel P. Huntington, y se suscribe a la aplicación del término “pretoriano” –Hansen es el primero en adecuarlo a la revolución mexicana–, y por cierto resulta de mucha utilidad desde el momento en que involucra sistemas de mayor movilización que institucionalización, que parten de la dificultad de centrar y expandir el poder bajo el supuesto de la transmisión recurrente de lealtades de un grupo social a otro     –coaliciones de intereses para el caso–.[20]

Frente a esa cosmovisión autoritaria del sistema y la revolución, y ante el reconocimiento abierto sobre la dificultad de concentrar el poder por parte de las élites revolucionarias surgen otros dos enfoques, pluralistas y marxistas concretamente, que pronto se sumaron al collage historiográfico de la política del siglo XX mexicano. Bajo la primera rúbrica funcionalistas de origen como Everett Hagen en “On the theory of social change” (1962) pregonaron la supremacía de la función en el tránsito de una sociedad tradicional a una moderna; así como David Truman en “Governmental process” (1951) insistió en la importancia de los grupos en la conformación de las asociaciones políticas de interés.[21] Esta investigación recoge esencialmente ambos matices, intentando emular un justo medio entre el grupo y la función, capaz de comprender a la revolución no sólo como la piedra filosofal del proceso de modernización política en México, sino como la causal inicial de rotación sistemática de la clase política mediante impulsos recurrentes que transcurren entre espasmos de violencia y de democratización abierta.

«Para los pluralistas la revolución presenta facetas racionales básicamente en la expedición de la Constitución de 1917, razón por la cual en un buen número de ocasiones datan en ese año el fin de la vorágine revolucionaria. La otra fecha más socorrida para señalar lo mismo es 1920, ya que entonces tuvo lugar la última revuelta militar exitosa de la época posporfiriana».[22]

A propósito Howard Cline en “México: revolution to evolution” (1962), incluso Frank Brandenburg en “The making of modern Mexico” (1964), concibieron la revolución de una manera “típicamente pluralista” como una guerra civil que destruyó un régimen estable mediante escenas de violencia extrema; bajo esa misma línea Robert Scott en “Mexican government in transition” (1964) tampoco pasó desapercibida la relación centro versus caciques regionales –centro versus periferia para los trabajos de este documento– correlacionadas desde siempre con el auge y ulterior desgaste de las bases militares y personalistas entretejidas a partir de lucha por el poder político; también Patricia Richmond en “Mexico´s one party democracy” (1961) junto con James Wilkie en “The mexican revolution: federal expenditure and social change since 1910” (1967), registraron correlaciones significativas entre lapsos de violencia revolucionaria y episodios de reconstrucción institucional.[23] Bajo este contexto cobra mucho sentido la interpretación de una revisionista como Alicia Hernández Chávez en “La tradición republicana del buen gobierno” (1993):

«La revolución mexicana no fue, por lo tanto, sólo un gran movimiento popular pluralista sino también un conjunto de movimientos con bases regionales capaces de garantizar gracias a su firme tradición federalista, aún en los momentos más convulsos, alguna forma de gobernabilidad sobre sus territorios».[24]

No muy lejos de esa temática Judith Hellman en “Mexico in crisis” (1978) reconoció una dupla constante entre “revolución y reconstrucción”, enfatizando los orígenes sociales de los contingentes revolucionarios –en nuestro tratamiento “coaliciones de intereses”– argumentando que “la dinastía norteña –generales hechos terratenientes– se asoció bajo diversas formas con la vieja clase latifundista”, así como con los industriales empresarios para construir un gobierno central fuerte.[25]

A través de los pluralistas hemos vuelto al punto de partida de la interpretación autoritaria: la idea de un conflicto polarizado como secuencia vital de un proceso que, aunque fue capaz de sustituir muchas prácticas del latifundismo, jamás tuvo como consigna la abolición de la propiedad privada. Esquivando esta verdad la interpretación marxista queda satisfactoriamente representada por los trabajos de Víctor Manuel Durand Ponte en “México: la formación de un país independiente” (1979) quien con un pie en “La ideología alemana” (1845) –y otro en la CEPAL– ubicó el origen de nuestra revolución “entre las múltiples contradicciones que el capitalismo dependiente generó entre clases dominantes y dominadas, entre intereses nacionales y extranjeros”, distinguiendo entre comunidades precapitalistas y capitalistas. Una visión no menos obcecada fue la que sostuvo Enrique Semo en “Reflexiones sobre la revolución mexicana” (1979) quien, apelando a “la larga duración” –y seguramente muy influido por la escuela de los Annales–, reconoció el carácter triunfador de la burguesía argumentándolo de una forma singular:

«La única manera científica de estudiar la revolución mexicana es como parte de un ciclo de revoluciones burguesas que se inicia con la transición de nuestro país al capitalismo y que termina en el momento en que la burguesía pierde toda reserva revolucionaria, es decir, toda capacidad de plantear y resolver los problemas de desarrollo del capitalismo  por el camino revolucionario. ¿Cuándo se inicia este ciclo de revoluciones burguesas? Con la revolución de independencia. ¿Cuándo termina? Considero que termina en 1940».[26]

Otros marxistas todavía más extremistas como Donald Hodge y Grandy Ross en “El destino de la revolución mexicana” (1972) llevaron la herencia francesa al extremo de  los Cuadernos de París (1844) afirmando que el año de 1910 atestiguó el nacimiento de una revolución política, pero de tipo “buroctática bonaprtista”, entendido esto como “una forma permanente, específica del Estado capitalista que surge después de la revolución”, y que no tardó en convertirse en una genuina “revolución social burguesa” predestinada a abrir paso al socialismo gracias a una cofradía –anti– histórica entre la burocracia y el proletariado.[27]

Arnaldo Córdova siendo parte de la interpretación marxista, e intentando lo que muchos “ortodoxos” jamás se atrevieron, tensar los argumentos y aplicar juiciosamente –y con reservas– las ideas doctrinarias del “Manifiesto del partido comunista” (1848); en un conjunto de trabajos encabezados por “La formación del poder político en México” (1972), “La ideología de la revolución mexicana” (1973), “Las reformas sociales y la tecnocracia del Estado mexicano” (1974) así como “México: revolución burguesa y política de masas” (1977) presentó una adecuación muy sugerente: en su opinión en este país se desató una versión inédita de la revolución burguesa, la populista, predestinada no a la instauración del socialismo sino al creciente “reformismo social de su élite política”.

«El Plan de San Luis obligaba a Madero a devolver tierras a los campesinos despojados por haber sido consideradas sus antiguas propiedades como “terrenos baldíos”; y aunque la modalidad de dicha restitución resultó ser muy incierta, dado que sólo una pequeña parte de los afectados había perdido sus parcelas a causa de la implementación de la Ley Federal de Terrenos Baldíos, esa endeble “promesa social” bastó para desatar el mayor levantamiento rural desde la revolución de independencia de 1810».[28]

«Lo más notable de la revolución mexicana fue la relativa rapidez con que los grupos de clase media que se oponían a la dictadura lograron asimilar en sus programas políticos y en su ideología las reivindicaciones de los campesinos y, al mismo tiempo, ponerse a la cabeza del movimiento campesino mismo».[29]

La incapacidad de “las élites campesinas” para formular un proyecto político capaz de ser aplicado a escala nacional, así como la capitalización de esa agenda por parte de “las élites pequeñoburguesas” –renovadores y constitucionalistas según nuestro tratamiento– constituye la gran deuda de mi investigación con la interpretación marxista de Arnaldo Córdova.[30]

La esterilidad de la mayoría de los ejercicios marxistas, las contradicciones del socialismo realmente existe y su correlación desafortunada con experiencias totalitarias, así como el movimiento de 1968, la caída del muro de Berlín en 1989 y el fin de la guerra fría incentivaron el nacimiento de nueva camada de investigadores dedicados a “revisitar” los hechos y los discursos de “la primera revolución del siglo XX” pero, en esta ocasión, bajo una intención decididamente casuística, a partir del estudio de escenas regionales que partieron de la incidencia de las relaciones entre el centro y periferia para, en una segunda posición, poner en duda todo aquello que la tradición clásica pregonaba: el carácter popular, nacionalista y agrarista de la revolución.

Los revisionistas, de las cinco escuelas de interpretación existentes, representan la producción más basta y compleja de todas; profundizar sobre sus cartas credenciales desborda los límites de este trabajo, sin embargo intentaré presentar dos casos emblemáticos: el primero se suscribe al trabajo icónico de Friedrich Katz quien reveló, en “The secret war in Mexico: Europe, the United States and the mexican revolution” (1981), que la revolución no sólo fue un movimiento de masas sino también de ciudades, que careció de cualquier “terror organizado” contra la vieja clase dominante –algo que pasó de noche para muchos marxistas–, además de haber encontrado una correlación evidente entre la injerencia extranjera, siempre coincidente con los momentos más convulsos del proceso, y el avance económico de Estados Unidos en México, sin olvidarnos de sus reflexiones sobre el “porfirismo” natural de Carranza; al respecto opinó:

«Fue un porfirista desde el momento en que supo jugar con los diferentes generales poniendo a uno contra otro: Ángeles contra Obregón. Obregón contra Ángeles, Obregón contra Pablo González, Pablo González contra Obregón, Maytorena contra Obregón, Obregón contra Maytorena. Este juego le permitió a Carranza mantener el equilibrio; la rivalidad le permitió también consolidar su poder».[31]

A propósito quizá la aportación más importante de los revisionistas –además de la vasta producción de estudios regionales sobre la revolución– consistió en investigar a profundidad las continuidades entre la dictadura y el nuevo orden.[32] En ese tenor Françoise Xavier Guerra en su imprescindible obra “México: del antiguo régimen a la revolución” (1985), siguiendo las enseñanzas de Alexis de Tocqueville y Françoise Furet, intentó por primera vez conciliar la dictadura de Díaz con la reforma liberal del siglo XIX y con el tipo de centralización política que emergió como producto de la revolución constitucionalista:

«Es evidente que el régimen de Porfirio Díaz no es una democracia (…) sin embargo la reflexión de la época sobre el Porfiriato no cesa de invocar esa cumbre del liberalismo mexicano que es la Constitución de 1857. Siempre en vigor, en lo esencial, bajo el Porfiriato, goza de una autoridad que no soñaban en impugnar ni los partidarios ni los adversarios del régimen (…) el federalismo no es menos formal (…) [y pese a ello] la división de poderes no existe. Los parlamentarios y los jueces son designados por el presidente. La docilidad con la que siguen sus decisiones personales es el testimonio político de un poder por fin unificado a nivel nacional».[33]

La influencia de este modelo le permitió a la presente investigación: “Ingeniería institucional y estabilidad política: el México revolucionario, 1908-1920” (2013) nutrirse de la aportación clásica y usar, desde una posición absolutamente revisionista, las variables del institucionalismo ya implementadas por Roger Hansen en “La política del desarrollo mexicano” (1971) para el estudio de la revolución mexicana, y de manera mucho más sofisticada por Luis Medina Peña en “Hacia el nuevo Estado. México, 1920-1994” (1994), con el propósito de ubicar en el proceso mexicano un “pathos del conflicto” a la luz de las relaciones entre el centro y la periferia expresadas a través de distensiones múltiples agrupadas en esquemas bipolares, sucesivos y alternantes que necesitaron de al menos treinta años de estabilidad porfirista para emerger y afirmar su incompatibilidad con el régimen político del cual era un producto indiscutible. Esta modesta contribución intenta acentuar el papel de las instituciones para dar cuenta de la construcción del nuevo orden en una revolución decisiva para nuestra historia reciente.

*Fragmento tomado de: Huerta Cuevas, Enrique, Ingeniería institucional y estabilidad política. El México revolucionario, 1908-1920, tesis de maestría, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 2013, pp. 14-26.  

BIBLIOGRAFÍA:

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Weber, Max, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 2006.

Womack, John Zapata y la revolución mexicana, México, Siglo XXI, 2008.


[1] De acuerdo a la concepción clásica un tipo ideal “se obtiene mediante el realce unilateral de uno o varios puntos de vista y la reunión de una multitud de fenómenos singulares, difusos y discretos, que se presentan en mayor medida en unas partes que en otras o que aparecen de manera esporádica, fenómenos que encajan en aquellos puntos de vista, escogidos unilateralmente en un cuadro conceptual en sí unitario” –las cursivas son de Weber–. Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 79.  

[2] En Lawrence Stone, “Puntos de vista académicos recientes acerca de la Revolución”, en Lawrence Kaplan (compilador), Revoluciones. Un estudio comparativo de Cromwell a Castro¸ México, volumen I, Extemporáneos, 1977, pp. 65-67.

[3] La expresión ha sido muy utilizada por Alicia Hernández Chávez, La tradición republicana del buen gobierno, México, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 165.

[4] Stone, “Puntos”, 1977, pp. 70-71.

[5] Ramón Eduardo Ruiz, México: la gran rebelión, 1905-1924, México, Era, 1984.

[6] Hernández Chávez, Tradición, 1993, p. 175.

[7] Ruiz, Rebelión, 1984, pp. 136-139.

[8] En Stone, “Puntos”, 1977, pp. 78-79.

[9] En Stone “Puntos”, 1977, pp. 82-83.

[10] Luis Barrón, Historias de la revolución mexicana, México, Centro de Investigación y Docencia Económicas, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 27.

[11] Barrón, Historias, 2004, p. 28.

[12] Charles, C., Cumberland, La revolución mexicana: los años constitucionalistas, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 250. Las cursivas son del autor.

[13] Hans Werner Tobler, La revolución mexicana: transformación social y cambio político, 1876-1940, México, Alianza Editorial, 1997.

[14] Alan Knight, The mexican revolution: from porfiriato to revolution, volume II, Nebraska, University of Nebraska, 2003, p. 53.

[15] John M., Hart, El México revolucionario. Gestación y proceso de la revolución mexicana, México, Alianza Editorial, 1997. Véase Barrón, Historias, 2004, pp. 36-37.

[16] La cita hace referencia a “The Future of Mexico” publicada originalmente por Lawrence Koslow en 1977. Véase Juan Molinar Horcasitas, “Escuelas de interpretación del sistema político mexicano”, en Revista Mexicana de Sociología., México, año LV, número 2, abril-junio, 1993, p. 4. Las cursivas son mías.

[17] Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, pp. 26-27.

[18] Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, p. 27.

[19] John Womack, Zapata y la revolución mexicana, México, Siglo XXI, 2008, p. 20.

[20] Samuel P., Huntington, El orden político en las sociedades de cambio, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 81 & 177-194.

[21] Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, pp. 6-7.

[22] Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, p. 9.

[23] Desde luego existen muchos otros trabajos de corte pluralista, entre ellos destaca la aportación casi bibliográfica de Stanley R. Ross “Francisco I. Madero. Apostole of mexican democrcay” (1955), dos tomos producto del esfuerzo de Jesús Silva Herzog titulados “Breve historia de la revolución mexicana” (1960), la obra de Robert E. Quirk “The mexican revolution, 1914-1915: The Convention of Aguascalientes” (1960), así como la investigación de Eric Wolf “Peasant wars of the Twentieth Century” (1969). Barrón, Historias, 2004, p. 28. Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, pp. 13-16.

[24] Hernández Chávez, Tradición, 1993, p. 119.

[25] Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, pp. 18-19.

[26] Véase Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 19993, p. 41.

[27] Al respecto no podemos pasar por alto la lectura de Adolfo Gilly en “La revolución interrumpida. México 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder” (1970), seguramente teniendo como modelo la idea original de “revolución permanente” de Lev Trostki supuso que el proceso mexicano se interrumpió cuando los ejércitos de Villa y Zapata fueron derrotados en 1915, para continuar posterior a la asesinato de Carranza y, una vez más detenerse por completo en 1940. Si bien mi investigación utiliza con mucha frecuencia la simbiosis entre continuidad y ruptura; los contenidos de Gilly no sólo no tienen cabida en mi análisis sino que son desmentidos abiertamente en el segundo capítulo de esta obra. Ahora bien, independientemente de la ausencia de sentido de estas interpretaciones destaca el hecho de que la visión marxista que ha hecho de la revolución mexicana una de sus principales preocupaciones, jamás logró superar el debate sobre el origen y la tipología del proceso. Adolfo Gilly, La revolución interrumpida, México, Era, 2009, pp. 64-85 y 324-353. Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, p. 39-43.

[28] Arnaldo Córdova, La ideología de la revolución mexicana: la formación del nuevo régimen, México, Era, 2003, p. 21.

[29] Véase Molinar Horcasitas, “Escuelas”, 1993, p. 48.

[30] Otras interpretaciones de corte marxista no menos relevantes se suscriben a los trabajos de James Cockcroft “Intellectual precursors of the mexican revolution, 1900-1913” (1968), así como a la obra tardíamente traducida de Jean Meyer “La revolution mexicaine, 1910-19402 (1973).

[31] Friederich Katz, Claudio Lomnitz, El Porfiriato y la revolución en la historia de México. Conversación, México, Era, 2011, p. 112 y 127.

[32] Entre las historias regionales destacan: Romana Falcón “Revolución y caciquismo. San Luis Potosí, 1910-1938” (1976); Mark Wasserman “The social origins of the 1910 revolution in Chihuahua” (1980); así como la obra conjunta de Thomas Benjamin y Mark Wasserman “Provinces of the revolution. Essays on regional mexican history, 1910-1929” (1990); además de la investigación de Paul Gerner “La revolución en la provincia. Soberanía estatal y caudillismo en las montañas de Oaxaca, 1910-1920” (1988). Véase Barrón, Historias, 2004, p. 32.

[33] Françoise Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la revolución, tomo II, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 329-330.

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